Aquí está Raphael, de nuevo entre nosotros, recibido como un viejo amigo en un Gran Rex repleto, rebosante de entusiasmo. Quienes aplauden de pie cada una de sus canciones son mujeres -en su mayoría- y hombres maduros, dispuestos a renovar la alianza con un artista que creció con ellos y que seguramente no dejó de acompañarlos en cada momento feliz de la vida.
Vestido de negro de la cabeza a los pies, como antes, como siempre, Raphael abre los brazos, regala por primera vez su inconfundible sonrisa angelical y sin necesidad de cantar se gana la primera ovación de la noche. Un ritual que no dejará de repetirse a lo largo de las siguientes tres horas, porque -todos los saben, y el teatro está lleno de fieles- estamos frente a un artista generoso como pocos en su entrega absoluta. Nadie se irá del teatro sin haber escuchado ese tema reclamado a viva voz, para que todos los demás escuchen y el artista, desde ese momento, se transforme en el demiurgo que concede todos los deseos.
Ese hombre que no deja de saludar y de agradecer tiene casi 70 años, pero sobre el escenario no tarda en volver a ser El Niño. El único matiz subrayado por el paso del tiempo es la tenue fatiga que asoma cada vez que intenta sostener alguna nota baja. Pero enseguida el sello de un estilo propio, personalismo (que lo convierte en un artista único en su tipo como Sandro, como Aznavour, como Modugno) se impone a cualquier contratiempo. Raphael contraataca con la potencia y el caudal de una emisión plena, portentosa, que le gana a toda eventual vacilación y transforma cada uno de sus hits en un verdadero triunfo.
Ese estilo es el de siempre, pero no deja de sorprender e impresionar. Canta sus clásicos (las "joyas de la corona" como siempre y, al mismo tiempo, como si lo hiciera por primera vez, recurriendo a una alquimia virtuosa que combina el énfasis melodramático y una rara y profunda ternura. Como decíamos, no falta ningún hit (por algo este show lleva como título "Lo mejor de mi vida"), pero hasta el tema más conocido reaparece con algo para descubrir. Tal vez alguna innovación entre los movimientos de torero y el aire teatral con que acompaña cada canción. O el desplazamiento hacia otro lugar de la nota más fuerte y potente, signo absoluto de identidad del artista.
El show saca provecho integral de un escenario diseñado a pura simetría. Cerca de cada extremo se ubican sendas butacas y atriles, en las cuales Raphael irá alternando sus interpretaciones. En el medio está el piano de cola, único acompañamiento musical que su ejecutante (Juan Pietranera) maneja con mucha más pompa que sutileza. A cada lado, dos escaleras paralelas confluyen en una plataforma elevada, sobre la cual una pantalla acompaña con clips de estilo retro (imágenes del cantante incluidas) la mayoría de las canciones. Y en un momento, Raphael acercará al proscenio un antiguo receptor de radio del que surgirá la voz de Carlos Gardel, a la que el español se unirá para una sentida versión de "Volver". Es el mejor momento del tramo dedicado al tango, entonado con fraseo perfecto y admirable convicción.
El resto es una antología, previsible y disfrutable a la vez. Canciones que siempre conservan en la voz de Raphael la raíz de la copla andaluza (su tierra natal) y desde allí salen en busca de otras influencias: la habanera, los ritmos del 60 (el shake, el twist, el beat), la balada romántica y la canción francesa e italiana. Raphael agradece a su autor predilecto, Manuel Alejandro, la mayoría de esas piezas, algunas de las cuales son virtuales estrenos e integran un álbum reciente.
En el final, con la alianza renovada una vez más, todos se despiden pletóricos de romanticismo. En la inoxidable alianza entre ambos sobrevuela una frase escrita en el bello tema ("50 años después") que Joaquín Sabina le dedicó a Raphael por sus bodas de oro con la música y que ambos grabaron juntos. "Bendita sea la gente que hace de nuestro otoño primavera", dice la letra. También nos sugiere, leyéndola bien, que hay Raphael para rato.

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